martes, 7 de septiembre de 2010

Reencuentro - sexta parte

Dale al play si quieres oir la música mientras lees



Era un edificio enorme, compuesto por cuatro rascacielos rectangulares paralelos, aparentemente independientes pero unidos por un quinto perpendicular que los atravesaba a todos. Desde abajo uno se sentía enano. Había pasado por allí cientos de veces desde que me mudé a Detroit hacía tres años, pero nunca me había fijado en el tamaño de ese monstruo hasta que tuve que encontrar a un hombre dentro de él. Era como buscar una aguja en un pajar, o mejor dicho, como buscar una paja en un pajar. Entré en la primera puerta que aparentaba llevar a una recepción. Daba a una sala gigantesca que constaba de dos plantas de altura. El suelo era de mármol rojo, muy pulido. Por un momento temí que mis zapatos me traicionaran y trataran de ir más allá de lo que mis piernas les permitían. Junto a la puerta de cristal blindado de la entrada, bajo mis pies, el felpudo con las siglas GM estaba sucio y aun húmedo por la nieve arrastrada por los pies que acudían cada mañana a su rutina diaria. La sala estaba adornada por plantas junto a las paredes que distaban el mismo número exacto de metros de la siguiente, unos seis o siete. Las paredes, también de mármol, este amarillo, tan brillante como el del suelo estaban aderezadas con algunos anuncios de la empresa y un sinfín de lámparas apagadas. La luz de la sala provenía, por el frente, de la cristalera que ocupaba toda la fachada y por los laterales, de las ventanas situadas al nivel del segundo piso. Estas ventanas llegaban hasta la mitad de la sala, donde se encontraban los ascensores. Tres ascensores de un plateado brillante a cada lado del recibidor. A la izquierda los pisos pares, a la derecha, los impares. Más allá estaban las escaleras y unas cuantas puertas que sabe dios a donde llevaban. Me acerqué a la recepción, una mesa de madera oscura situada en la parte izquierda de la sala, cerca de la entrada. La mesa era larga, demasiado para la única secretaria que la utilizaba.
- Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle? – dijo cuando me acerqué. Su voz sonaba aburrida, monótona.
- Busco al señor Pearson, Gregory Pearson.
- El Señor Pearson se encuentra trabajando en estos momentos.
- Sí, me gustaría subir un momento a su despacho si fuera posible.
- Me temo que no lo va a ser señor…
- Smith, Alan Smith – se me ocurrió de repente.
- Señor Smith, no se me permite autorizar la entrada a ninguna persona sin acreditación.
- No me diga que no trabaja en este edificio, soy un desastre.
- Sí, trabaja en este edificio, pero no se me permite autorizar la entrada a ninguna persona sin acreditación – repitió como si de un discurso aprendido se tratara.
- ¡Vaya hombre! Es curioso, me dijo que no habría ningún problema en que viniera a visitarle.
- ¿Es importante? Puedo llamarle si lo desea, él bajaría a encontrarse con usted. Puede esperarle en uno de esos sillones.
La mujer señaló detrás de mí a unos sillones pegados a la pared contraria a la de la recepción. Estaban tan lejos que parecía que me llevaría minutos llegar hasta ellos. Miré alrededor, algunos hombres de negocios entraban y salían de los ascensores y un par agentes de seguridad paseaban, con las miradas perdidas, sobre el brillante suelo de mármol rojizo.
- No se preocupe, solo quería hacerle una visita. No le diga nada, ya le diré cuando le vea que me pasé a verle – dejar que el señor Pearson me viera la cara era lo último que deseaba. Y tampoco me hacía gracia que supiera que alguien había pasado a visitarle.
Esbocé una reverencia mientras sujetaba el ala de mi sombrero y salí de la sala.

jueves, 4 de febrero de 2010

Reencuentro - quinta parte



Había nevado aquella noche. Las ruedas de mi coche resbalaron varias veces sobre la nieve compacta, apisonada tal vez por los coches de algunos trasnochadores borrachos que volvían con sus mujeres antes de que el sol fichara otra jornada de trabajo. La sal que evitaba el hielo en las carreteras no llegaba a las recónditas calles en las que se encontraba mi oficina. No estaba situada cerca del centro, ni mucho menos. Yo prefería encontrarme con mis clientes en lugares al azar, anónimos y diferentes. Si alguien tenía que saber el domicilio del otro era yo y no al revés. Aprendí esa lección tras años de servicio en el cuerpo de policía de San Francisco, aguantando los sermones de las madres de chorizos de tres al cuarto casi día tras día en los alrededores de la comisaría. Además, ahora que no contaba con el respaldo del cuerpo de seguridad del estado de California no me era aconsejable bajarme los pantalones ante el primero que pasara. No, mi oficina era mi casa, o mi casa mi oficina, y a ella solo invitaba a la gente de confianza. Lamentablemente se podían contar con los dedos de la mano, e incluso sobrarían dedos.
Según me acercaba a las calles más céntricas de la ciudad el bullicio de la mañana crecía. Por aquí y por allá la gente corría torpemente sobre el hielo hacia sus trabajos. En la acera, a pocos metros de mí, una joven bastante guapa y peripuesta que se contoneaba ante las miradas lascivas de los altos ejecutivos resbaló con un charco helado y cayó al suelo de un culetazo. No puede evitar soltar una carcajada. Los tipos corrieron todos hacia ella y casi se pelearon por socorrerla.
Los rayos de sol habían conseguido abrirse camino entre la masa de nubes que se disipaba por claros arriba en el cielo. Iluminaban la bruma matutina de la ciudad, alimentada por el humo de los coches y se reflejaban con brillos cegadores en las fachadas acristaladas de los gigantes con esqueletos de hormigón. Las cafeterías deslizaban sus toldos, las fruterías colocaban sus estantes, las perfumerías encendían sus expositores. El tráfico era lento, cientos de cláxones y motores componían la banda sonora de aquel nuevo día. Había caído en la cuenta aquella mañana de que Samantha no me había dado ninguna descripción de su marido, ni una foto, nada. Comprendía que ella no hubiese pensado en ello siquiera; el miedo a ser descubierta, los nervios de acudir por primera vez a un detective privado, el sentimiento de traición… todos ellos eran temas más importantes de los que preocuparse. Pero ¿yo? Me avergonzaba de mi mismo. ¿Como demonios quería seguir a un hombre si no sabía cómo era su cara? Ni siquiera sabía la matricula de su coche. Solo tenía su nombre y dudo que lo llevara tatuado en la frente o escrito en la chaqueta de su traje. Maldita sea, supongo que aquella voz me había embaucado. Había algo en ella que me hacía incapaz de prestar atención a lo que ocurría a mi alrededor. Me transportaba a... a... un tiempo mejor.
Había decidido acudir al edificio de la General Motors directamente, tan solo con el nombre, y una vez allí tratar de averiguar de alguna manera cómo demonios era la cara de aquel tipo. Su esposa aseguraba que el hombre se iría después del trabajo, así que en teoría contaba con seis horas para averiguarlo antes de que se marchara. No tenía ni idea de cómo, así que quise darme margen.
Aparqué el coche en una pequeña calle cerca del edificio. Me dirigí al hall con la primera idea que me vino a la mente. Una idea simple que debería probarse siempre antes de complicarse la vida. Preguntar directamente por lo que quería. Tal vez pudiese entrar en las oficinas libremente y encontrar su despacho.

domingo, 31 de enero de 2010

Reencuentro - cuarta parte



Vivía en el piso de arriba de mi oficina, al que tenía que acceder a través de ella. Cuando llegué deslicé la llave con suavidad por la ranura intentando no despertar a Eddie. Eddie era mi flaco y desgarbado ayudante. Cuando trabajaba para la policía tuve que investigar un caso del que aparentemente era culpable. Yo descubrí que no era así. Pero lamentablemente la corrupción y la vagueza de los que dictan las leyes decidieron hacer caso omiso de mis pruebas y cebarse con el pobre chico. Después de pasar un año en prisión sus padres se habían largado quién sabe dónde y él no tenía donde caerse muerto. Yo me ocupé de Eddie poco después de abandonar el cuerpo, cuando lo encontré rebuscando en un cubo de basura frente a mi casa. Le dí casa, si se le puede llamar así, trabajo, si es que esto es un trabajo y un sueldo que algunos llamarían propina. En fin, elevé su clase social hasta el nivel de la mía.
Avanzaba silenciosamente por el pasillo cuando me di cuenta de la luz que manaba de la ranura inferior de mi puerta. La oficina hubiera estado completamente a oscuras de no ser por la tenue iluminación de mi flexo bajo la que se encontraba Eddie, revolviendo los papeles de un viejo caso qué decidí cerrar sin haberle encontrado respuesta. Sus largos y huesudos dedos pasaban las hojas a toda velocidad, tratando de encontrar algo.
- ¿Qué haces Eddie? – El chico se sobresaltó al verme ya dentro de la habitación. Cerró el archivador al instante y tras un momento de silencio comenzó a inventarse excusas de una manera descarada.
- ¿Eh? Nada, Joe… solo echaba un vistazo a… - se rascó la nuca con la mirada perdida en sus zapatos- unos papeles viejos… - casi pude ver como se encendía su cabeza cuando creyó encontrar la mentira perfecta- ¡De mi caso! – gritó de repente dirigiendo rápidamente la mirada hacia mí- Quería saber qué demonios alegaron para echar por tierra tus declaraciones – ahora las palabras fluían rápidamente por su boca.
- Sabes que no quiero saber nada de ella ni de su maldito caso. ¿Por qué estás buscando en su archivo? – ¿Por qué entonces? ¿Qué le habría hecho volver a él precisamente ese día?
Eddie pareció decepcionado al ver que no me había tragado su mentira. Pero decidió darle otra oportunidad.
- ¿De qué hablas Joe? No es el caso de ninguna mujer – él sabía perfectamente de quién hablaba- Mi caso Joe, mi caso – digo gesticulando exageradamente, como burlándose de mi malentendido.
- Eddie, estoy viendo en la estantería el hueco donde debería estar su archivador. Tu caso está en la quinta balda de la tercera estantería, es aquel archivador de color burdeos – se lo señalé.
El chico se quedó paralizado sin saber qué decir. Titubeó durante un par de segundos hasta que al final dejó escapar un suspiro.
- Lo siento Joe. No era mi intención que te enteraras. Al menos no por ahora.
- ¿Al menos no por ahora? ¿A qué te refieres, tienes noticias? – en realidad no quería formular aquellas preguntas, pero mi lengua y mis labios parecían trabajar en contra de mi voluntad. De pronto nació un calor en mi pecho, venido de ninguna parte, que bajó hasta mi estómago cortándome la digestión de la cena. Colgué mi sombrero del perchero junto a la puerta y comencé a quitarme el abrigo.
La mirada de Eddie se perdió en la oscuridad de la habitación. Tomó aire con fuerza y comenzó a hurgarse las uñas unas con otras.
- Ella está en la ciudad Joe.
Me quedé mirándole fijamente, serio, con mi abrigo largo a medio quitar. Permanecí así durante un periodo de tiempo que incomodaría a cualquiera. Eddie me mantuvo la mirada, con el ceño fruncido por la preocupación. Terminé de quitarme la ropa y la colgué en el perchero, junto al sombrero. Sacudí las pocas gotas de lluvia que aun quedaban en ella.
- Mañana por la mañana saldré por un caso. Volveré el domingo. No te necesito. Dedícate a lo del señor Webber. Cobra el cheque y si tiene fondos, dile lo que sabemos.
Subí las escaleras con la esperanza de poder dormir un poco antes de ir a perseguir al señor Pearson. No lo conseguí.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Reencuentro - tercera parte



La mujer salió de la cafetería pocos minutos después que yo. Con un gesto perfecto y elegante paró al primer taxi que pasó por allí. Esperé a que se montara y la seguí a una distancia prudente, fundiéndome con el poco tráfico que poblaba la calle. Cuando te dedicas a un servicio que complace a gente desesperada, conocer su domicilio es crucial a la hora de asegurarse una remuneración económica.
Estaba claro que no se quería arriesgar ni una pizca a ser descubierta por el señor Pearson. Seguí a aquel taxi por toda la ciudad, Samanta y su marido vivían en el extremo opuesto de la ciudad.
- Espero que haya reservado algo de dinero para pagar su vuelta a casa –pensé.
Y así fue. Tras un stop, el taxi giró a la derecha entrando en una calle de viviendas de clase media alta. Más de lo que yo podría presumir. El taxi paró unos cuantos números más adelante. Samanta bajó y pagó por la ventanilla. La observé parado en el stop hasta que entró en una de las casas.
Un bonito vecindario sin lugar a dudas, aunque, dudo que pudiese distinguirlo de cualquier otro de su clase en la otra punta del país. Esas urbanizaciones son todas iguales. Casas de dos pisos, con un pequeño jardín frontal más o menos cuidado y otro trasero que apuesto esconde más de un trapo sucio. En el interior de la vivienda; un salón amplio y bien amueblado y una cocina bien luminosa, ambos aderezados con un buen chorro de hipocresía y mentira.
Me pregunto por qué los hombres y las mujeres siguen empeñándose en intentar quererse y llevar una vida conjunta. Supongo que solo unos pocos privilegiados hemos aceptado la irrealidad de esa utopía. Déjame que te diga una cosa. Lo único que es realmente conveniente para uno, es aquello que decide uno. Nadie está más interesado en ti que tú mismo. Si algo te coarta, no es bueno. Preferiría llevar la cabeza descubierta a un sombrero que me oprimiera las ideas.

Este simple caso era otro claro ejemplo de ello. Una mujer gastando el poco dinero que tenía, ganado tal vez en el puesto de trabajo que su marido dejó libre mientras se ocupaba de defender a su país de los nazis, en que un detective de segunda le revelara la promiscuidad del hombre.
Pensé en no investigar en absoluto. Decirle a la mujer todo lo que sus oídos querían oír. Dos pájaros de un tiro. Yo me llevo el dinero sin molestarme y tal vez les ayudo a que el resto su matrimonio sea más soportable al contribuir en su confianza.
O por el contrario, asegurarle que su marido la engaña. No con una, sino con dos mujeres. Sugerirle que le abandone y liberarla de la maldición en la que ella misma cayó por propia voluntad. Pero ¿Para qué? Seguramente volvería a caer tarde o temprano.

Apunté la calle y el número en un papel que encontré tirado por el suelo del coche y me fui a casa. Las horas extra son muy caras cuando eres autonomo.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Reencuentro - segunda entrega

Dale al play antes de empezar a leer. Si quieres que se repita una y otra vez, pulsa el botón pequeño con el símbolo de infinito.


Cogí el papel. Avenida Woodward, esquina de W.Grand y Cass. Bastaría con haber dicho que trabajaba para la General Motors.
- Señorita voy a necesitar que me pague una señal por adelantado. Normalmente cobro el diez por ciento del total.
- Debe saber que mi marido es quien controla las cuentas de la casa. A penas sí tengo dinero a mi nombre. Puedo ofrecerle tres dólares como entrada. Espero que sea suficiente.
- Veamos. Teniendo que abandonar la ciudad, el precio subirá ligeramente. Le cobraré quince dólares diarios. Claro que en este precio no están incluidas las noches de hotel.
- Estará fuera dos días.
- Eso suma un total de treinta dólares. Y a ojo yo diría que otros diez dólares para alojamiento serán suficientes. ¿Podrá pagar cuarenta dólares Samanta?
- ¿Cuarenta dólares? – parecía molesta – no creo poder pagar esa cifra señor Goodman. Le ofrezco treinta.
Tomé lo poco que me quedaba de café inclinando tanto la cabeza que tuve que sujetarme el sombrero. Me enseñaron de niño a no dejar nada en el vaso. Usé la servilleta con la dirección para limpiarme la boca. Chupé mi cigarrillo hasta que la ceniza y el filtro cruzaron caminos. Eso lo aprendí siendo adulto. Apagué el cigarrillo en el café y me levanté de la mesa.
- Por favor. Es todo lo que puedo conseguir – su voz sonaba ahora ligeramente seductora.
- Lamento decirle, señorita, que las armas de mujer no funcionan conmigo desde hace mucho tiempo.
Saqué cincuenta centavos de mi bolsillo y los tiré a la mesa.
- Quédese con el cambio. – dije mientras me daba la vuelta.
Llevaba ya unos pasos andados cuando se dio cuenta de que hablaba en serio.
- ¡Espere! Está bien. Serán cuarenta.
Me acerqué a ella rápidamente. No quería que el policía supiera en qué ando metido.
- Pero ya le he dicho que ahora mismo solo puedo darle tres dólares –dijo mientras me los tendía en su mano.
- Está bien. Con tres será suficiente. –Los cogí disimuladamente – Llámeme cuando su marido vuelva. Estaré encantado de encontrarme con usted para recibir el resto de mi regalo.
Levanté ligeramente el ala de mi sombrero con los billetes en señal de agradecimiento y abandoné el local sin mirar atrás.

Continuará...

viernes, 13 de noviembre de 2009

Reencuentro - primera parte


Conducía mi coche por las calles vacías de Detroit. La lluvia, la pobre iluminación de las farolas y el vapor de la luna generado por la diferencia de temperatura en el interior y el exterior del vehículo no me dejaban ver muy bien por donde andaba. Probablemente dejara huérfanos a unos pocos gatos callejeros aquella noche. Había quedado en encontrarme con aquella mujer en una pequeña cafetería de las afueras, en la avenida Warren.
En mi anuncio quedaba bastante claro mi horario. De ocho de la mañana a cinco de la tarde admito trabajos. Normalmente no aceptaría ninguna reunión fuera de ese horario, y menos fuera de mi despacho. Pero para que negarlo. Me dejé llevar por la dulzura de la voz del otro lado del teléfono. Me recordaba ligeramente a la de alguien que conocí hace ya mucho tiempo. En fin, una mala influencia.
Debería haberme dejado guiar por mi instinto. Una vez oí que si persigues aquello que te recuerda a algo que acabó en tragedia, acabará en tragedia.

Aparqué frente a la cafetería. Parecía que la lluvia había relajado su fuerza. Aun así me puse mi sombrero, me gusta estar presentable frente a la clientela. Son sorprendentes los prejuicios que tiene la gente contra el pelo despeinado. Al salir del coche el frío nocturno se coló por mi nariz y llegó hasta mis huesos, haciéndome derramar una lágrima por el camino.

Entré en el local. Desde la puerta, antes de cerrarla, eché un vistazo general a la habitación. Un par de hombres solitarios, probablemente obreros, tres parejas y un policía se encontraban allí. Mujer embarazada, rubia, chaqueta negra, blusa blanca, carmín morado, y una pamela decía la descripción de mi cuaderno. Tan solo una mujer estaba sentada sola. Y a mi me parecía más bien castaña. Pero me atreví a acercarme.
-¿Samanta?
Ella levantó la cara desvelando la mirada que se ocultaba tras su sombrero. Sin duda su rostro no tenía nada que envidar a su voz.
- ¿Señor Goodman?
- ¿Cuál es el problema? –dije mientras me sentaba.
- Verá señor Joseph. ¿Puedo llamarle Joseph?
- Señorita, le agradecería que no lo hiciera.
-¡Oh! Perdone el atrevimiento.
- No se ofenda. Me gusta premiar a mis amigos permitiéndoles llamarme por mi nombre de pila. Si se lo permitiese a usted, sería un poco desconsiderado para con ellos, ¿no cree?
La camarera se acercó a nuestra mesa.
- Café, por favor. Y tráigame el azucarero. ¿La señorita tomará algo?
- No gracias. Señor Goodman, el motivo de mí llamada… Se trata de mi marido. Últimamente pasa poco tiempo en casa, menos que de costumbre. Normalmente después del trabajo, siempre venía a cenar con la familia. Pero últimamente, se queda mucho tiempo en la oficina haciendo horas extras, y desaparece fines de semana enteros...
- Permítame que la interrumpa. ¿Me ha hecho venir aquí alegando que era urgente, y solo tiene la sospecha de que su marido la engaña?
- Verá, mañana después del trabajo va a abandonar la ciudad por motivos de trabajo, o eso dice él. Me enteré hoy y este es el único momento que he tenido para hablar con usted. Me gustaría que le vigilara.
La camarera trajo mi café. Saqué un cigarrillo y lo encendí.
- ¿Le importa que fume? Me gusta tomar café con un cigarrillo entre los dedos.
- Estoy embarazada.
- No veo que eso tenga que ver con mi pregunta.
La mujer tardó en responder unos segundos. Aproveché ese tiempo para dar el primer sorbo al café.
- No, no me importa.
- Gracias –dije aspirando el delicioso humo del cigarro-. Samanta, mi anuncio dice bien claro que no acepto reuniones más allá de las cinco de la tarde.
- Entonces ¿por qué aceptó esta? –dijo violentamente.
Mi arrogancia parecía estar colmando su paciencia. La miré fijamente durante un momento.
- Los negocios son los negocios –respondí.
En realidad era un buen dinero. No tendría que usar mi pistola en aquel caso y podría cobrarlo doble por ser en fin de semana.
- ¿Lo hará o no lo hará? –preguntó Samanta.
- Lo haré. Pero le cobraré a usted el transporte necesario. ¿Sabe si usará el tren? ¿Sabe a dónde va?
- Irá en coche y no, no se dónde va. Mire usted, ésta es la dirección de su oficina. Termina de trabajar a las cinco y media –cogió una servilleta y garabateó las señas de un edificio.

Continuará...