miércoles, 9 de diciembre de 2009

Reencuentro - tercera parte



La mujer salió de la cafetería pocos minutos después que yo. Con un gesto perfecto y elegante paró al primer taxi que pasó por allí. Esperé a que se montara y la seguí a una distancia prudente, fundiéndome con el poco tráfico que poblaba la calle. Cuando te dedicas a un servicio que complace a gente desesperada, conocer su domicilio es crucial a la hora de asegurarse una remuneración económica.
Estaba claro que no se quería arriesgar ni una pizca a ser descubierta por el señor Pearson. Seguí a aquel taxi por toda la ciudad, Samanta y su marido vivían en el extremo opuesto de la ciudad.
- Espero que haya reservado algo de dinero para pagar su vuelta a casa –pensé.
Y así fue. Tras un stop, el taxi giró a la derecha entrando en una calle de viviendas de clase media alta. Más de lo que yo podría presumir. El taxi paró unos cuantos números más adelante. Samanta bajó y pagó por la ventanilla. La observé parado en el stop hasta que entró en una de las casas.
Un bonito vecindario sin lugar a dudas, aunque, dudo que pudiese distinguirlo de cualquier otro de su clase en la otra punta del país. Esas urbanizaciones son todas iguales. Casas de dos pisos, con un pequeño jardín frontal más o menos cuidado y otro trasero que apuesto esconde más de un trapo sucio. En el interior de la vivienda; un salón amplio y bien amueblado y una cocina bien luminosa, ambos aderezados con un buen chorro de hipocresía y mentira.
Me pregunto por qué los hombres y las mujeres siguen empeñándose en intentar quererse y llevar una vida conjunta. Supongo que solo unos pocos privilegiados hemos aceptado la irrealidad de esa utopía. Déjame que te diga una cosa. Lo único que es realmente conveniente para uno, es aquello que decide uno. Nadie está más interesado en ti que tú mismo. Si algo te coarta, no es bueno. Preferiría llevar la cabeza descubierta a un sombrero que me oprimiera las ideas.

Este simple caso era otro claro ejemplo de ello. Una mujer gastando el poco dinero que tenía, ganado tal vez en el puesto de trabajo que su marido dejó libre mientras se ocupaba de defender a su país de los nazis, en que un detective de segunda le revelara la promiscuidad del hombre.
Pensé en no investigar en absoluto. Decirle a la mujer todo lo que sus oídos querían oír. Dos pájaros de un tiro. Yo me llevo el dinero sin molestarme y tal vez les ayudo a que el resto su matrimonio sea más soportable al contribuir en su confianza.
O por el contrario, asegurarle que su marido la engaña. No con una, sino con dos mujeres. Sugerirle que le abandone y liberarla de la maldición en la que ella misma cayó por propia voluntad. Pero ¿Para qué? Seguramente volvería a caer tarde o temprano.

Apunté la calle y el número en un papel que encontré tirado por el suelo del coche y me fui a casa. Las horas extra son muy caras cuando eres autonomo.