jueves, 4 de febrero de 2010

Reencuentro - quinta parte



Había nevado aquella noche. Las ruedas de mi coche resbalaron varias veces sobre la nieve compacta, apisonada tal vez por los coches de algunos trasnochadores borrachos que volvían con sus mujeres antes de que el sol fichara otra jornada de trabajo. La sal que evitaba el hielo en las carreteras no llegaba a las recónditas calles en las que se encontraba mi oficina. No estaba situada cerca del centro, ni mucho menos. Yo prefería encontrarme con mis clientes en lugares al azar, anónimos y diferentes. Si alguien tenía que saber el domicilio del otro era yo y no al revés. Aprendí esa lección tras años de servicio en el cuerpo de policía de San Francisco, aguantando los sermones de las madres de chorizos de tres al cuarto casi día tras día en los alrededores de la comisaría. Además, ahora que no contaba con el respaldo del cuerpo de seguridad del estado de California no me era aconsejable bajarme los pantalones ante el primero que pasara. No, mi oficina era mi casa, o mi casa mi oficina, y a ella solo invitaba a la gente de confianza. Lamentablemente se podían contar con los dedos de la mano, e incluso sobrarían dedos.
Según me acercaba a las calles más céntricas de la ciudad el bullicio de la mañana crecía. Por aquí y por allá la gente corría torpemente sobre el hielo hacia sus trabajos. En la acera, a pocos metros de mí, una joven bastante guapa y peripuesta que se contoneaba ante las miradas lascivas de los altos ejecutivos resbaló con un charco helado y cayó al suelo de un culetazo. No puede evitar soltar una carcajada. Los tipos corrieron todos hacia ella y casi se pelearon por socorrerla.
Los rayos de sol habían conseguido abrirse camino entre la masa de nubes que se disipaba por claros arriba en el cielo. Iluminaban la bruma matutina de la ciudad, alimentada por el humo de los coches y se reflejaban con brillos cegadores en las fachadas acristaladas de los gigantes con esqueletos de hormigón. Las cafeterías deslizaban sus toldos, las fruterías colocaban sus estantes, las perfumerías encendían sus expositores. El tráfico era lento, cientos de cláxones y motores componían la banda sonora de aquel nuevo día. Había caído en la cuenta aquella mañana de que Samantha no me había dado ninguna descripción de su marido, ni una foto, nada. Comprendía que ella no hubiese pensado en ello siquiera; el miedo a ser descubierta, los nervios de acudir por primera vez a un detective privado, el sentimiento de traición… todos ellos eran temas más importantes de los que preocuparse. Pero ¿yo? Me avergonzaba de mi mismo. ¿Como demonios quería seguir a un hombre si no sabía cómo era su cara? Ni siquiera sabía la matricula de su coche. Solo tenía su nombre y dudo que lo llevara tatuado en la frente o escrito en la chaqueta de su traje. Maldita sea, supongo que aquella voz me había embaucado. Había algo en ella que me hacía incapaz de prestar atención a lo que ocurría a mi alrededor. Me transportaba a... a... un tiempo mejor.
Había decidido acudir al edificio de la General Motors directamente, tan solo con el nombre, y una vez allí tratar de averiguar de alguna manera cómo demonios era la cara de aquel tipo. Su esposa aseguraba que el hombre se iría después del trabajo, así que en teoría contaba con seis horas para averiguarlo antes de que se marchara. No tenía ni idea de cómo, así que quise darme margen.
Aparqué el coche en una pequeña calle cerca del edificio. Me dirigí al hall con la primera idea que me vino a la mente. Una idea simple que debería probarse siempre antes de complicarse la vida. Preguntar directamente por lo que quería. Tal vez pudiese entrar en las oficinas libremente y encontrar su despacho.